Tarde para morir joven: Dominga Sotomayor, la costumbrista contemporánea
Quizá resulte complicado para algunos espectadores disfrutar de los filmes de Dominga Sotomayor y esto muy seguramente es resultado de la velocidad pasmosa en la estamos acostumbrados a ver cómo el mundo ahora se mueve. Como diría Byung Chul Han el tiempo se ha atomizado, “Un exceso de velocidad destruye el sentido. Una velocidad demasiado baja, en cambio, genera un atasco que impide cualquier movimiento” y quizá sea esta ausencia de velocidad la que nos parece estanca la trama y estira hasta el límite la aparición del clímax que usualmente se ubica en la última sección de sus filmes.
Tarde para morir joven (Chile-Brasil-Argentina-Países Bajos-Catar, 2018), es el tercer largometraje en el que está talentosa directora chilena reafirma una postura nostálgica y elocuente con la que retrata casi como si fuera etnóloga cada aspecto de la vida de una localidad muy específica. En este caso nos encontramos a finales de la década de los 90, en una comunidad en la que la electricidad está por llegar y se vive al compás del tiempo del bosque, en un pasado no tan lejano cuando la globalización todavía no alcanzaba todos los rincones del planeta. Bajo este contexto inicia el viaje familiar donde Sofía interpretada por Demián Hernández se redescubre crecida, anhelante y sola.
Dominga Sotomayor nos devuelve al pasado, en dónde un día sucede tras otro, en que cada mañana le abre el camino puntualmente a la noche una y otra vez. Sin prisa y dolorosamente como cuando sentíamos en la infancia que el tiempo no avanzaba, que los segundos eran largos como la vida y un día era casi igual al otro mientras nuestros pies colgaban de las sillas balanceándose para entretener nuestras ansiedades. Es fascinante para quienes disfrutan de ser contemplativos observar cómo se desdobla este filme cuya fotografía evidencia con sencillez y harto encanto estas miradas breves, constantes que se aplazan y retratan el paisaje emocional que sucede entre las hojas secas, la tierra suelta y el agua helada del río en el que la gente se acostumbra bañar.
Quizá una manera de abordar nuestra reflexión sobre esta película es a partir de nuestra memoria. Ver cine es como vivir muchas vidas y esta en particular nos refleja sin compasión en sus personajes. Latinoamérica vive así, en pequeñas comunidades llenas de sentimientos que no se hablan y se esconden hasta que se incendian. El momento histórico de la película nos ubica en un Chile que apenas se está desatando de las cadenas de la dictadura de Pinochet, el poder cambia de manos o quizá solamente se transforma en quién paga y quién recibe, la oferta y la demanda, surge Chile como el primer laboratorio neoliberal.

Volvamos entonces a De jueves a Domingo (Chile-Holanda 2012), ópera prima de la cineasta en dónde la perspectiva que se muestra es la de la pequeña hija mayor que discurre en el espacio acotado de un auto, por el contrario en Tarde para morir joven, el entorno se abre ampliamente apuntando hacia esta pequeña comunidad que vive alejada justo debajo de los Andes, bajo la mirada en ocasiones de una mujer joven y en otras de su hermana pequeña. Cuando la que mira es una mujer, una niña o una adolescente la realidad se torna especialmente sensible a su contexto. Y es que en ambos guiones encontramos la particularidad que distingue a Sotomayor de entre todas las producciones y productores: la simplicidad encantadora con la que plasma sus memorias.
Su trabajo da lugar a un cine que recalca la importancia de la insignificancia, los detalles, las relaciones y cuya estructura orgánica y fortuita se antepone a toda convención del cine occidental, reclamando así su identidad para acercar al cine chileno al público latinoamericano. Propone una estructura y un lenguaje diferentes que se han convertido ahora en su marca personal, la técnica cambiante y audaz de una pintora costumbrista encarnada en una maravillosa directora y cineasta latinoamericana.